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"Este miércoles se aprobó la ley que permite a las personas identificarse de acuerdo al género con el que configuran su yo más íntimo. Una derrota del conservadurismo y un triunfo (en esta semana aciaga) de los derechos humanos".
La ley de identidad de género que el Congreso acaba de aprobar este miércoles -en medio de las pullas, gritos y protestas de quienes parecen abrazar con igual fervor la ignorancia y el conservadurismo- posee un gigantesco valor para la vigencia de los derechos humanos.
A tal extremo que casi consuela del debate habido en la acusación constitucional.
Una vez que la ley se promulgue y se publique, existirá el derecho de las personas a que su identidad legal corresponda al género con que ella se concibe a sí misma. Es difícil exagerar la relevancia cultural y política que este derecho posee para la democracia y los derechos humanos.
Un breve repaso de la concepción liberal de esos derechos lo muestra.
Subyace a los derechos humanos la idea que cada persona es responsable de sus actos voluntarios y nada más que de sus actos voluntarios (por eso viola esos derechos atribuir consecuencias desfavorables a la etnia o el aspecto físico); que nadie puede ser empleado como recurso para la obtención de mayor bienestar social (de ahí que las convicciones y la tranquilidad de la mayoría no sean un argumento para infringirlos); y que el estado debe ser neutral a la hora de tratar los planes de vida de las personas (sin considerar a ninguno de ellos como intrínsecamente mejor que cualquier otro).
Ahora bien, salta a la vista que la situación en que se encuentran las personas trans en tanto la ley no se publique resulta contradictoria contra esas tres dimensiones que poseen los derechos humanos. Desde luego, la genitalidad o la corporalidad no es un acto voluntario, y por lo mismo atar a ella una definición social que la persona rechaza (es el caso de quien se siente hombre en un cuerpo de mujer, o viceversa) es gravemente violatorio de la concepción que subyace a esos derechos. Es verdad que muchas personas que creen en los dictados definitivos de la naturaleza (concebida como legislador) o de Dios se sentirán ofendidas por esa ley; pero tratándose de los derechos de las personas, el sentimiento de la mayoría no debe contar (como es obvio, decir que usted tiene un derecho salvo cuando la mayoría se muestre incómoda cuando usted lo ejerza, es un simple absurdo o un engaño).
Por lo anterior, y una vez que la ley de identidad de género entre en vigencia, el respeto a los derechos humanos en Chile (a pesar del debate habido sobre la acusación constitucional) se habrá incrementado, y ello no porque las personas trans sean muchas (de hecho se trata de una minoría), sino por el hecho de que gracias a su empeño y a su permanente lucha por el reconocimiento el espacio público chileno habrá ganado desde el punto de vista de la moralidad pública.
Y, desde luego, habrán ganado también las personas trans, quienes desde siempre habían estado expuestas a la invisibilidad y la experiencia vergonzante de portar una identidad que no reconocían como suya. Como sugiere Hegel (nada menos que en la Fenomenología del Espíritu), en la base de la condición humana se encuentra el deseo de reconocimiento. Cada persona, cada individuo, abriga el anhelo de que la forma en que se concibe a sí mismo, la identidad que organiza sus sueños y su quehacer cotidiano, y el valor que se atribuye, sea reconocido por otra conciencia que no es la suya. A diferencia de lo que suele creer una larga tradición, no es el hambre (como creyó Locke) o el miedo (como pensó Hobbes) la pulsión básica de la política, sino el deseo de reconocimiento. Buena parte de los conflictos sociales que parecen nimios o resultan inexplicables (desde las luchas étnicas a las estudiantiles) suelen ser parte de un conflicto puramente simbólico, el deseo de ser acogido por la conciencia ajena como única forma de contar con un lugar en este mundo.
El conservadurismo (cuando no está animado por el fervor de la ignorancia) suele sostener que en este tipo de leyes hay algo antropológicamente erróneo, una forma casi luciferina de torcer la naturaleza, negando a voluntad aspectos de la condición humana que son intransitivos e incondicionales, anclas de nuestra existencia que si se arrojan de la vida social, la dejan al garete, sin orientación normativa alguna.
¿Será así?
No lo parece, especialmente si se tiene en cuenta que la naturaleza del ser humano, antes que ser alguien atado definitivamente a su genitalidad o corporalidad, parece alguien aferrado a una dimensión simbólica que se estructura mediante el lenguaje en sus múltiples formas, desde gramaticales a corporales. Los seres humanos poseen la extraña condición de que se hacen desde el lenguaje, se configuran a sí mismos nombrándose, y nombrando a otros, motivo por el cual (como sugirió en un brillante ensayo Octavio Paz) si puede sostenerse que descienden del mono, ha de ser de algún mono gramático, un extraño ser que creyó aquello de la Sagrada Escritura: la palabra hizo al mundo. Y si es así, ¿por qué sería erróneo (y no en cambio un avance) favorecer que el nombre refleje la identidad con que el individuo organiza sus vivencias?
No cabe duda, hay que agradecer la lucha y el esfuerzo, que con lágrimas y casi siempre soportando el escarnio y la burla, cuando no la condena al fuego eterno, llevaron adelante las personas trans, las que, al conseguir la ley que prontamente se publicará, ayudaron a que el respeto por los derechos humanos y las concepciones que le subyacen vayan permeando poco a poco la cultura pública de Chile.
Una de las cosas que no entiendo de los progresistas, como obviamente lo es Peña, es que tienen la clara convicción de que todo lo que sucede en el ámbito humano, y también en el natural que nos conecta, es una creación social o cultural.
Esto es, lo que somos como seres humanos, es debido íntegramente a una construcción social, patriarcal machista dominante fascista tóxica…y un largo etc…
Y debida al intelecto y lenguaje humano.
Y de su texto se establece que en realidad el ser humano está por sobre la naturaleza…
Millones de años de evolución no cuentan para nada porque, los humanos somos THE SHIT¡¡¡¡¡
Existe una separación entre el resto de la naturaleza y el humano??
Claro. La inteligencia racional, y el lenguaje, junto probablemente con muchos, de verdad muchos, desvíos afortunados que no nos hicieron convivir en el mismo periodo que los tiranosaurios.
Pero la naturaleza de lo que somos es invariable. El envejecer no es una construcción social. El que seamos blancos, negros, amarillos o rojos, tampoco. El que si comemos y bebemos como cosacos energúmenos vamos a engordar 5 kilos durante las celebraciones de las fiestas patrias, menos.
El ser humano, y la naturaleza en general, está diseñada y moldeada de cierta manera por billones de años.
Pretender que el sexo, que es parte integral de esa evolución, sea una construcción social que puede ser modificada a voluntad en aras de los derechos humanos es increíblemente soberbio.
Que es la característica distintiva de los personajes como Peña y liberales en general.
Soberbia de una postura moral.
El Marxismo nace como una ideología que pretendía controlar los ciclos económicos, es decir, a los humanos, para vivir en una permanente utopía.
Eso es la ilusión del control basado en la soberbia de pensar que todo puede ser controlado por el intelecto humano. Y que los que controlan son mejores que nosotros, pobres y simples mortales indignos, que seríamos los controlados, sin duda.
Un asteroide imprudente, o una llamarada solar mal orientada nos puede devolver rápido a la realidad de que no controlamos nada y que solo somos unas pulgas algo molestas en la cola de un brontosaurio muy, muy temperamental.
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