A continuación, lea el discurso completo del escritor y ministro de Cultura de Chile, Roberto Ampuero.
@EyN
Prefiero comenzar mis modestas reflexiones con una confesión: me complica llegar a una conclusión inequívoca sobre la razón por la cual algunos países fallan o fracasan. Es como en el caso de las personas: me cuesta entender y, más aún, explicar por qué algunas personas fracasan y otras triunfan en la vida. Me temo que nos internamos en un área donde la mayoría de los análisis pueden incurrir en reduccionismos y esquematismos, puesto que pisamos arenas movedizas donde se confabulan historia, legados, memoria, circunstancias presentes forzosas y fortuitas, frustraciones y anhelos, individuales y colectivos. Siento que corro en pos de una fata morgana: dar con la ganzúa que descerraja la historia y nos conduce ante los principios que rigen su devenir y su alma.
Una segunda confesión: para acercarme al tema que nos convoca recurro, por lo tanto, a mi experiencia de vida que se basa en medida considerable en el hecho de que nací y crecí durante veinte años en un país, el mío, el nuestro, que desapareció –en términos simbólicos– para siempre en 1973; y de que posteriormente viví varios años en una alianza de estados que sucumbió –literalmente– para siempre en 1989. No es fácil haber pasado por esa experiencia: ese Chile que conocí y conocimos –para bien o para mal- ya no está, ya no es. Tampoco resulta fácil constatar que parte importante de mi juventud transcurrió en un pacto político-mundial que feneció, en un estado que se hizo polvo, en un sistema que sepultó la misma ciudadanía que lo padeció.
Crecí oyendo las canciones de Creedence Clearwater Revival y de Quilapayún en mi adolescencia. Ella transcurrió, al igual que mi infancia, en el antiguo colegio alemán del Cerro Concepción, allá en el apacible Valparaíso de los años sesenta.
Influido por el período de efervescencia pre-revolucionaria del Chile de fines de los sesenta-comienzos de los setenta, efervescencia que estudiaron Marx en El Brumario de Luis Bonaparte y Vladimir Ilich Lenin en Estado y Revolución, no pude seguir navegando con mi ingenuidad juvenil entre Creedence Clearwater Revival y Quilapayún. Para horror de mis padres, abuelos y amigos, ingresé entonces a las Juventudes Comunistas y opté sólo por Quilapayún. Dejé de escuchar HAVE YOU EVER SEEN THE RAIN?, música por lo demás decadente e imperialista, y opté por canciones de estirpe revolucionaria latinoamericana, como LA BATEA o LA MURALLA.
Pero volviendo al título del libro que hoy nos congrega, hago la siguiente reflexión sobre nuestra falla o nuestro fracaso de entonces, porque ese período en que Chile pierde su capacidad de diálogo y de consenso, es, a mi juicio, nuestro mayor fracaso conjunto en el siglo XX y, a la vez, contiene en sí mismo vez al menos una de las razones de por qué los países fallan o fracasan.
Chile entonces no era el peor país de la región ni su situación, la más desesperada. Tampoco existía en este país una mayoría para realizar cambios profundos en favor de un sistema radicalmente diferente al que teníamos. Pero entonces palpitaba otro Weltgeist y el norte lo constituía para muchos la construcción del socialismo. La Unión Soviética llevaba poco más de 50 años de existencia, la revolución fidelista tenía apenas 11 años, Vietnam guerreaba contra EE.UU., el Che Guevara acababa de morir en Bolivia. Pese a la sangrienta represión comunista en Berlín Este en 1953, en Hungría en 1956 y en Praga en 1968, el socialismo inspiraba de forma directa o indirecta a millones en todo el mundo.
Reconozco que yo creí a pie juntillas que el socialismo era la panacea para todos los males, y que generaba justicia, verdadera democracia, igualdad y prosperidad. De pronto esa meta radical adquirió, desde el poder político, un obsesivo sentido de urgencia y la solidez de un dogma irrefutable, desató resentimientos latentes o recién creados, azuzó odios, sembró intolerancia y despertó la peor parte de nosotros, los chilenos. Despertó algo que latía oculto y soterrado en nosotros, y posibilitó una división que no quiero volver a ver nunca más en mi país.
Creo que entonces en la izquierda no supimos valorar en su justo término al Chile modesto pero promisorio y democrático que teníamos. Echamos a Chile por la borda. Lo hicimos con la pasión y la convicción de que debíamos construir una sociedad inspirada en modelos como Bulgaria, Cuba o Vietnam. Veo hoy allí, junto con nuestra incapacidad para reconocernos en nuestra continuidad histórica, nuestra diversidad e insuficiencias, una concepción esquemática y dogmática de la realidad.
La confrontación entre una minoría de izquierdas que aspiraba a un Chile socialista y una mayoría conformada por el centro y la derecha opuesta a ello, condujo a la división. La pérdida del diálogo, al desastre económico y al quiebre nacional y, finalmente, a la irrupción de la dictadura. Ustedes saben, fui adversario de ella y la denuncié públicamente desde el exilio, pero no voy a abordar ahora esa etapa que se inicia el 11 de septiembre de 1973 y que termina con el advenimiento del gobierno del ejemplar Presidente Patricio Aylwin.
No lo hago por cuanto me propongo pasar a otro aspecto: no conocí en carne propia el régimen militar. A diferencia de la mayoría de mis compatriotas, me tocó vivir, desde 1974 a 1982, cuando crucé definitivamente el Muro de Berlín de regreso a Occidente, la realidad concreta y profunda de la utopía que perseguí en la adolescencia.
Me cociné en mis propias salsas: una con exótica sazón caribeña, la otra con contundentes aderezos alemanes (…).
Muchas cosas me impresionaron en la Cuba revolucionaria, una de ellas fue recorrer, en julio de 1974, barrios enteros de bellas residencias, casonas, mansiones y notables edificios vacíos de habitantes. Me refiero a los repartos de Miramar, el Laguito y partes de El Vedado. Me impresionaron porque aquellas viviendas estaban vacías, “congeladas” se las llamaba entonces, en espera de nuevos inquilinos, que podían ser escolares becados, organizaciones sindicales, diplomáticos extranjeros o la nueva nomenclatura revolucionaria. Digamos que terminaron siendo en gran medida las nuevas residencias de esta última. Aquellas casas sin dueños, vacías, donde aún colgaban entonces las cortinas que agitaba la brisa caribeña y aún había muebles y hasta una que otra unidad de aire acondicionado, habían pertenecido a quienes habían huido o habían sido exiliados por la revolución. Esa imagen me conmovió de sobremanera porque era poderosa y hablaba de una parte de ese país que, de la noche a la mañana, el nuevo poder político había considerado superflua, nociva, anti nacional, una cantidad negociable con el poderoso vecino. Esa imagen de soledad y desamparo hablaba también de un traumático quiebre nacional y de la pérdida de diálogo y de la diversidad de una nación, de que alguien, en un momento determinado, había decidido arrojar por la borda a un sector constitutivo, poderoso y determinante de la historia nacional. Lo que uno sentía allí era el silencio, la desaparición de un relato de muchos seres humanos que, por las razones que fuesen, habían dejado de tener la legitimidad para seguir habitando la tierra donde habían nacido.
Algo parecido me ocurrió, años más tarde, en Berlín Este, en las zonas fronterizas de la ciudad y de la extinta RDA: allí habían sido incluso demolidas las viviendas cercanas a la frontera inter alemana y se había instalado esa gruesa faja de muros, alambradas y campos minados. Todo aquello, la antigua arquitectura cancelada y la imposición de una cicatriz de concreto, sugerían algo más: del rechazo al diálogo y el debate, a la diversidad y la apertura al mundo, del miedo a las influencias exógenas, de la necesidad de cerrar territorios para imponer una ideología y un sistema que no podía sobrevivir en libre competencia con el mundo exterior, que era el resto del planeta.
Quiero subrayar: Me hice comunista en el conservador colegio alemán de Valparaíso, y renuncié a las JJCC en el socialismo, en La Habana, en 1976, después de conocerlo a fondo tanto en su dimensión económica y social como cultural y de libertad individual. Mi conclusión entonces fue básica: ni pinochetismo ni socialismo para Chile. No hay dictaduras justificables. Basado en mi experiencia de piel, yo quería democracia sin apellidos, libertades individuales, respeto a los derechos humanos, un estado pequeño e indispensable, un proceso de correcciones y perfeccionamientos de acuerdo a mayorías y con garantías para las minorías.
Rompí entonces con la izquierda porque en el exilio chileno que habitaba en el socialismo real no pude seguir soportando una contradicción profunda e ineludible: la justa demanda para Chile en favor de elecciones libres, derechos humanos, libertad de expresión, pluripartidismo, libre desplazamiento, fin de la policía política y del exilio, por un lado, y la justificación de los regímenes totalitarios de izquierda, por otro. Pronto capté que todas esas demandas tan justas que planteábamos para construir un Chile democrático, ya sea en actos políticos en la isla o detrás del Muro, no podíamos repetirlas en las calles de La Habana o Berlín Oriental porque se volvían provocadoras y atentaban contra el estado socialista y su partido único, le hacían el juego al imperialismo, e implicaban pasarse a las filas del enemigo. La democracia socialista, compañero, no es formal como la capitalista, y el enemigo fascista siempre está acechando.
Al final, la clave está en la libertad humana, en aceptar que no existe el determinismo de la historia, que todo puede ir en una u otra dirección, que las personas y las sociedades son imprevisibles, que lo que queda es destacar y posibilitar la responsabilidad y la libertad de individuos educados e ilustrados, profundizar de modo permanente de la democracia, instalar la cultura del diálogo y el debate permanentes y fundamentados, soñar con una sociedad con mayor justicia y oportunidades, consciente de que somos parte de un mundo globalizado sin retorno en el cual desaparecieron los viejos modelos del socialismo estalinista, se reacomodan los modelos de corte socialdemócrata, y los liberales discuten sobre cuál ha de ser la dosis imprescindible del Estado para contribuir a corregir ciertos desniveles.
Vivimos en un mundo donde las recetas del pasado no sirven, donde el desafío y la oportunidad están en el conocimiento, la búsqueda de respuestas y la creatividad, donde los paradigmas siguen cayendo, donde LA JOVEN GUARDIA se hizo vieja, donde hay que derribar los nuevos muros y buscar el diálogo y el debate democráticos, donde hay que tener conciencia plena de los incesantes vientos de cambio en lo político, lo social, lo científico y lo económico, donde hay que transmitir a los jóvenes los riesgos del dogmatismo, del estancamiento del conocimiento, donde no debemos olvidar que tanto la política del avestruz como la de considerarse el centro del mundo son nocivas y paralizantes, donde sigue siendo necesario que caiga esa gran lluvia liberadora de que hablaba CREEDENCE CLEARWATER REVIVAL para que todo florezca y se renueve.
Buen discurso, aunque discrepo en lo de que la historia puede ir en una u otra dirección. Para mi, existen ciclos económicos y sociales que se repiten en sus fundamentos, todo se vuelve a repetir porque somos humanos, y lamentablemente cometemos los mismos errores siempre. Sería interesante que en vez de enseñar historia de “eventos” en los colegios y universidades, se enseñara historia económica y socio política. Así podríamos ver de antemano hacia donde nos estamos dirigiendo como sociedad y cual ha sido el desenlace de ello anteriormente.
Un video dedicado a este buen discurso…
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